Fueron muchas las veces, a lo largo del tiempo, en que me desempeñé como actor y director simultáneamente.
Fueron muchas las obras y muchos los elencos.
Pero vaya uno a saber por qué razón, en esa larga secuencia, siempre ha ocupado un lugar muy especial en mi mente y en mi recuerdo la obra Camino Negro.
¡Ya desde el principio! Si bien es cierto que no recuerdo cómo llegó el texto a mis manos y a mi biblioteca, sí recuerdo que cuando con Gabriela Jiménez, mi partener en el elenco, leímos por primera vez la obra, sentados a la mesa del comedor de mi casa, nos sentimos los dos cautivados por ese texto que inmediatamente decidimos que queríamos protagonizar en escena.
Yo no sé si a alguien le pasa lo que a mí: cuando estoy entusiasmado (muy entusiasmado) con algo o por algo, pareciera que todo el mundo y todo lo que se cruza por mi camino estuviera vinculado con ese algo. Ese algo pasa a ocupar el centro de la escena de mi Vida.
Es así como a los pocos días, visitando a Jorge Reales (amigo y compañero que finalmente fue el primer Lucio de nuestra puesta de la obra) en su departamento de Ramos Mejía y Juncal, en Buenos Aires, lo acompañé a devolver una película a un videoclub que había a pocas cuadras de allí, donde reconocí enseguida la figura de Oscar Viale, el autor de la obra, quien con una pila de cassettes en sus manos estaba ensimismado buscando algún otro en los estantes.
No dudé en interpelarlo para presentarme y pedirle ahí nomás su autorización para llevar a escena Camino Negro.
Nunca olvidaré la expresión de sorpresa en el rostro de Oscar.
La propuesta le había sorprendido porque desde el estreno de la obra en Buenos Aires (a cargo de un elenco liderado por Betiana Blum y Miguel Ángel Solá) nunca había recibido un pedido para representarla. Según nos dijo entonces, la obra estaba archivada porque alguien la había calificado de pornográfica y él nunca había logrado sacarla de ese encasillamiento injusto en el que, pese a su rotundo éxito, la crítica moralizante y estúpida la había colocado.
Aquel encuentro con el gordo Viale, como le decían sus amigos y amigas, fue para mí muy enriquecedor. Diría que fue el germen de una amistad que se profundizó de inmediato y que quedó allí, en suspenso, cuando, al poco tiempo, Oscar murió repentinamente.
El primer indicio de aquella amistad fue ver la mueca indefinible de sorpresa que se dibujó en su cara cuando le dije cómo me llamaba.
¡Claro! ¡No era para menos!
Me contó la historia:
Su padre, a lo largo de su vida, había tenido un gran amigo.
Una tarde, en Mar del Plata, cuando el viejo Viale, anarquista militante, estaba al frente de una gran protesta obrera, un milico uniformado, con el revólver en la mano, lo increpó de pronto dispuesto a gatillarle a quemarropa.
Su amigo, que estaba viendo la escena, actuó rápidamente y, con un disparo, terminó con la vida del milico, salvando la vida de Viale.
Aquel hombre fue condenado a cadena perpetua en la cárcel de Ushuaia, donde más tarde murió.
Oscar, aún niño, había ido a visitarlo varias veces, de la mano de su padre, a esa prisión lejana.
Aquel condenado a perpetua por salvar la vida del padre de Oscar Viale se llamaba como yo: Guillermo Rodoni.
Obviamente yo desconocía por completo esa historia que me conmovió al instante y que días después, ya en su departamento del barrio de Retiro, Oscar me ilustró con varias fotografías y recortes de diarios de la época.
Lógicamente esa historia se incorporó de inmediato al patrimonio de esas intimidades y anécdotas brillantes que uno va almacenando en su paso por la Vida.
Pero al margen de eso, esa historia pasada y que yo desconocía por completo fue seguramente el ingrediente principal en la gestación de esa amistad de la que hablaba más arriba.
Como seguramente motivó que Oscar Viale no dudara en darle su autorización a un director del interior a quien no conocía y de quién no tenía datos ni antecedentes.
Y no solo eso. Posteriormente tuvimos el honor y la alegría de que Oscar nos pidiera que le estrenáramos una obra inédita, cuyo libreto nos entregó en mano.
La obra se llama Sex-Symbol.
Lamentablemente Oscar no pudo presenciar el estreno que hicimos de la misma en Campana, porque sorpresivamente lo había interceptado la muerte.
Quien sí acudió, triste y agradecida, fue quien había sido entonces su compañera de vida.
La obra fue estrenada en el Teatro Pedro Barbero con un notable éxito que todavía resuena en mi memoria, y que seguramente dará lugar a más fragmentos futuros relativos a las vivencias acumuladas en aquellos días.
Pero voy a referirme ahora al tremendo episodio del que da cuenta el título de este Fragmento..
Camino Negro nos exigía mucho a quienes conformábamos el elenco. Lo que yo definía como capacidad de entrega debía ser total. No había lugar ni tiempo para distracciones.
Pero surgió un imprevisto:
En una escena crucial, quien hasta ese momento había sido una Jefa de Personal seria y antipática, aparecía en la escena bajando por una escalera, semidesnuda, con una ridícula peluca que pretendía ser muy provocativa, invitándome a terminar de sacarle la blusa que ya estaba desabrochada.
Indignado y con mucho enojo, yo tenía que amenazarla con una barreta que estaba sobre la mesa de la gomería y a la que, explotando de impotencia, tenía que arrojar al suelo antes de abrazarla con desconsuelo.
El caso es que en una función que estábamos llevando a cabo con la sala, como siempre, repleta de público, cuando yo arrojé con violencia la barreta contra el piso, ésta rebotó en las tablas y salió disparada con la velocidad de un rayo hacia la platea.
¡Jamás olvidaré esa escena terrible!
La barreta, recorriendo en diagonal, en vuelo rasante, las cabezas del público, obligaba a que, sin poder levantarse de sus butacas, las cabezas se movieran hacia el costado buscando permanecer a salvo. Hacia la izquierda las que quedaban a la izquierda del trayecto de la barreta, y hacia la derecha las ubicadas del otro lado, contribuyendo a hacer más notorio el paso fugaz de ese artefacto que bien podría haber sido mortal para algún desprevenido.
Esa escena transcurría muy cerca del proscenio. Y, por el rabillo del ojo, yo veía la barreta y el público como en una especie de cámara lenta, en un viaje interminable que finalizó entre dos filas en el medio de la sala.
Más allá de cualquier condimento humorístico que queramos agregarle para hacer el relato más interesante, es cierto que, teniendo en cuenta el peso y el tamaño de aquella herramienta que empleábamos en esa gomería de ficción que habíamos montado en el escenario, el episodio en cuestión podría haber desencadenado una tragedia.
Por suerte no pasó de ahí y ahora podemos contarlo y tratar de compartirlo como una ilustración más de lo que encierra y contiene este maravilloso mundo del Teatro al que tengo la inmensa suerte de habitar.
Escena en que persigo a Gabriela, amenazándola con la barreta.
Gabriela Jiménez, Jorge Reales y yo.
1 Medio Siglo haciendo cultura
2 Las dos formas de ver el vaso
3 De interés solo para nosotros...
4 Arte y Transformación Social
5 Lo esencial es lo visible
6 Una cuestión de energía
7 De profesión Jugador
8 "Soy hombre de teatro"
9 Los Sonidos del Silencio
10 Los límites del amor
11 La vida que respiro
12 A telón cerrado
13 La soledad del director
14 A sala repleta
15 El Grupo Estable
16 Yo... oficialista
17 Las dos máscaras de La Comedia de Campana
18 Me sentí Cenicienta
19 El 9 de Oro
20 Más acá de la pandemia
21 El CPTI y una nueva esperanza
22 Punto de partida
23 El barretazo de Camino Negro