Fragmentos
Raíces, caminos y razones de
La Comedia de Campana
La Comedia de Campana - 50 años haciendo cultura -
Fragmento Nº 13:
La soledad del director

por Guillermo Rodoni


¿Director o actor? ¿Actor o director?

Muchas veces a lo largo del tiempo me han preguntado si yo era actor o si yo era director, como dando por sentado que lo uno negaba lo otro...

Me lo han preguntado muchas veces... y sin embargo recuerdo perfectamente cuál fue la primera vez:

La Comedia de Campana se aprontaba a realizar una temporada de dos meses en el Teatro del la Ribera, en Buenos Aires. Íbamos a presentar Los derechos de la salud, de Florencio Sanchez.

Fue toda una historia muy particular.

Por aquella época yo me había enamorado de la obra de Ibsen, de entre la cual decidimos llevar a escena El pequeño Eyolf. Habíamos avanzado en el casting y hasta en las bases fundamentales para la puesta. Sin embargo, por alguna razón que ahora ya no recuerdo, el proyecto quedó en la nada y la hermosa pieza noruega fue reemplazada por Los Derechos de la Salud, con la cual habíamos hallado muchos puntos en común y en la cual, adaptación mediante, aplicamos gran parte de lo que habíamos estudiado para la que iba a ser nuestra versión de la obra de Ibsen.

La cuestión es que con motivo de la presentación en la capital varios medios metropolitanos se interesaron en el tema y nos hicieron notas y reportajes. Así es como nos llegó una invitación para el programa Pantalla Gigante que, con la conducción de Emilio Ariño y Jorge Jacobson se emitía por Canal 11.

La presentación de la nota fue así: "-Guillermo Rodoni... actor y director... ¿más director que actor o más actor que director?-"

Justamente por la forma en que me sorprendió la pregunta es que estoy seguro de que no me la habían hecho antes...

No recuerdo qué fue lo que respondí para salir del paso, pero justamente la imagen, que ha quedado grabada en mi memoria, me sirve como detonante para este fragmento que no quiero omitir...

A lo largo del tiempo, como comencé diciendo, fueron muchas las oportunidades en que me han hecho esa pregunta, como si necesariamente hubiese que optar sí o sí por una de las dos actividades.

Confieso que cada vez que me veía en ese brete me sentía más bien incómodo al tener que contestar que yo ejercía los dos roles simultáneamente.

Estoy convencido de que mi pasión y mi gusto por el teatro provienen del placer que implica actuar en escena.

Comencé a dirigir simplemente porque tomé la iniciativa. Se necesitaba que alguien lo hiciera y allí estaba yo, dispuesto al riesgo. Pero nada más.

 

Es muy curioso cómo funciona todo en la memoria emocional del bicho humano.

Al cabo del tiempo puedo recordar con tanta emoción y con tanto cariño lo realizado como director de El Gran Deschave como lo hecho como actor en Camino Negro. Valen para mí por igual la dirección de Israfel como el personaje de Habbeger en Haciendo Tiempo...

Sin embargo, si hago el esfuerzo para recordar meticulosamente cada estreno, no tardo en recuperar la sensación que reiteradamente experimenté cada vez que se estrenaba un espectáculo en el que yo me desempeñaba como director pero en el que no integraba el elenco actoral.

Ya conté en otro fragmento cómo se vive en La Comedia de Campana el momento del estreno. Eso vale tanto para cada integrante del elenco artístico y técnico como para el director.

El rol del director comienza a diferenciarse a medida que va transcurriendo el estreno. Y llega al punto máximo justamente cuando el espectáculo finaliza y el elenco actoral sale a saludar al público que le devuelve en aplausos lo que recibió durante la función.

No es fácil explicar la sensación.

Cuando el público está en la sala y la función del estreno comienza, el director pareciera sentir que los actores y las actrices del elenco dejan de necesitarlo. Todo se desliza tal como había sido previsto y aunque algo sucediera que obligara a improvisar algún cambio instantáneo, esa responsabilidad ya recaería completamente sobre los actores que participaran en la escena. ¡El director ya no tiene nada más que hacer!...

Es una sensación fuerte. Muy fuerte. Una especie de tristeza mezclada con alegría. Las dos caras opuestas y sin embargo coexistentes y simultáneas.

La adrenalina lanzada a máxima intensidad.

El ritmo febril.

La ansiedad irrefrenable...

Y sin embargo una especie de vacío que lo invade todo...

 

Después del saludo final, aplaudiendo con fuerza desde los laterales, abrazando a cada uno y a cada una a medida que salían de escena, sin dejar de saborear el éxito alcanzado y por el cual habíamos luchado tanto durante tantos meses de trabajo intensivo, era cosa repetida dejar a todos en el proceso de despojarse del vestuario y el maquillaje para recluirme en algún escondite secreto, más bien oscuro, y dejarme llevar por la angustia durante unos minutos...

Por fin... ir a reunirme con todos, ya dispuestos para salir a festejar, casi siempre con pizza y algo de alcohol...

 

Es una sensación de profunda soledad... ¡la soledad del director de escena!

Y es entonces cuando, hurgando en los vericuetos de la mente, nos preguntamos con todo derecho si justamente no será ésa la razón por la cual el teatro nos ha atrapado y apasionado de semejante manera!

Una necesidad imperiosa de paliar la soledad...

Una visceral necesidad de comunicación profunda con el otro.

Desnudarnos completamente para dejarnos ver exactamente tal como somos, disfrazados por las lágrimas y los gestos de otros bajo quienes pretendemos escondernos.

Tal vez logremos engañar parcialmente al público. Pero cada vez que la emoción nos invade y somos capaces de dejarla volar frente a los espectadores sabemos que estamos entregando literalmente todo lo que somos...

Cada lágrima vertida por el actor frente a su público se transforma de inmediato en una nueva dosis de alegría profunda; yo diría de euforia!

Algo similar, aunque en menor escala, es lo vivido por el público ante un actor o una actriz que lo hace llorar y llorar para que ese llanto se trastoque al instante en felicidad!

Prodigios de la catarsis...

 

Sin embargo, en el caso del director, es como si casi en el momento del clímax le cercenaran ese último escalón... ese instante en que la tristeza deviene alegría... esa oportunidad de disimular su profunda soledad ante un público que lo hace cómplice y partícipe...

¡Y entonces se siente más solo que nunca!

Hasta que sus compañeros se acercan para mimarlo y a fuerza de abrazos y palabras le restablecen la alegría embriagadora e inigualable del estreno.

 

Pienso que los directores de teatro, si tuviéramos la capacidad y el genio de Neruda, deberíamos decir como él lo dijo: "¡Confieso que he vivido!"

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Malena Peralta, Darío Peralta, Guillermo Rodoni, Andrea Mauriño, Ana Barrionuevo, Marita Pereyra, Miguel Dao, Betty Mauriño, Leonel Cisneros y Patricia Girabolo al finalizar el estreno de "Lisístrata", de Aristófanes, en el Teatro del Sol


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De izquierda a derecha. Arriba: Amorina Gómez, Rafael Spregelburd, Leo Attwell y Guillermo Rodoni. Abajo: Ana Barrionuevo y Gabriela Jiménez



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